En los 80, una rivalidad sacudía el ajedrez: Karpov contra Kasparov, el estratega contra el explosivo. El campeonato del mundo se decidió tras un cambio en las reglas a mitad de torneo y el ogro de Bakú ganó un título inesperado, tras numerosos empates en duelos anteriores con un juego arriesgado. En el Heliodoro, donde se podía certificar el asalto al liderato, acabamos con un enroque de posiciones con los isleños, donde al menos merecimos acabar en tablas.
La derrota empieza en Pacheco, principio del jaque mate de la primera derrota.
La defensa fue siciliana, contando esta vez con los mejores peones disponibles; Omar concluyó que es el dueño del carril del ‘2’, Calero libró las diagonales de los alfiles blancos hasta que no pudo más. Cabrera se pudo coronar si todo hubiese acabado en la primera parte y Brian optó por una apertura desde su izquierda que no encontraba a ningún rey dispuesto a rematarla.
En el medio, salvo Keidi, jugamos con negras; el albanés se movió más de la cuenta siendo torre, a Pol se le escapaba el cronómetro del tiempo sin encontrarse cómodo en ningún momento y cuando se requería abrir una defensa cerrada, esta vez no sirvió el truco de Melamed ‘Gambito de dama’.
El tablero tenía arriba tres piezas de gol seguro; Milla tenía la libertad del movimiento de la dama y no llegaba al flanco de Soriano, Puado las tuvo pero le limítanos los movimientos como al caballo y del rey danés se espera más que lo mostrado por Braithwaite.
Buscando ganar a las blancas, apareció Sergi como ficha inesperada por cansancio del compañero, Expósito, Salvi y Ramón como peones que intentan descubrir un jaque, aunque fuese pastor. Aguado, de entre todos ellos, el único que dio la sensación de que si no podía ser mate, por lo menos había que dejar al Tenerife ahogado.
Se perdonó demasiado, se regaló lo de siempre y contribuyó con su cuota el árbitro. Quizá este era el golpe de realidad necesario, para adaptarnos al entorno y luchar contra todo aquel que nos ha querido abajo. Esto es muy largo y quizá este sea el momento de dejar de sentirnos como Sísifo, condenado a empujar la roca montaña arriba, para que siempre acabe bajando.